Muchos creíamos que el cajero automático se había desprendido de la filosofía bancaria con la naturalidad con la que la baba se desprende del cuerpo del caracol. Ni se nos pasó por la cabeza que hubiera que inventarlo. Pero lo cierto es que se le ocurrió a un tal John ShepherdBarron, mientras sesteaba en la bañera, igual que a Arquímedes el principio homónimo. Cabe preguntarse en qué estaría pensando Shepherd-Barron para que se le viniera a la cabeza un aparato con tantas ranuras, unas para dar y otras para tomar. Fantasías eróticas que en apariencia no van a ningún sitio se concretan luego en artefactos enormemente útiles para la humanidad. A estas alturas, no podríamos vivir sin el cajero automático (ni sin la licuadora de frutas, que es una representación mecánica de perversiones como la coprofilia y la lluvia dorada).
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PS. me voy de vacaciones. Dejo móviles, pdas, portátiles y demás mascotas cuidando la casa. La PDA-GPS ladra cuando se acerca alguien y el portátil pone la radio todas las mañanas.