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Hombre al agua
Navegare, vivere est
Una de mis aficiones preferidas durante la navegación
nocturna es la de observar el cielo. La noche del 14 de
abril las estrellas brillaban como nunca y por el horizonte,
al oeste vi mi constelación preferida, Orión, el gran cazador.
Para contemplar el cielo con mayor precisión puse el piloto
automático y me solté de la línea de seguridad para bajar a
la cabina a buscar el libro de las estrellas que siempre
llevaba conmigo. Eché un vistazo a Héctor que dormía con el
traje de aguas puesto y oí sus ronquidos. Todavía faltaba un
rato para el cambio de guardia.
En la mitología, Orión es un cazador gigante engendrado por
Poseidón que murió por la picadura de un escorpión y ahora,
ambas constelaciones, se van persiguiendo. Partiendo de la
Osa mayor encontré la estrella Polar, a la que dábamos la
espalda en aquella singladura. Más allá, vi Cassiopeia, otra
constelación interesante en medio de la Vía Láctea. Busqué
Régulus, la estrella en el corazón del León y la encontré
partiendo de nuevo desde la Osa Mayor, la llave del cielo de
primavera. En ese momento, una racha más fuerte de lo normal hizo
escorar el barco de golpe y yo, que me encontraba cerca de los
obenques de barlovento me caí al agua. No sé si patiné, si perdí
el equilibrio o si perdí la orientación sobre el barco mirando
las estrellas.
En cualquier caso allí estaba, en una fría noche de primavera,
a unas 60 millas de la costa, temblando de frío en posición fetal.
Por suerte no me había quitado el chaleco y el cilindro de gas
lo infló de inmediato. La luz estroboscopica también funcionaba.
Mientras nadaba en la estela del barco me acordé del silbato del
chaleco y empecé a silbar. Pero Héctor estaba durmiendo. Aunque
quedaba poco para el cambio de guardia, yo era el encargado de
despertarlo.
Pensé en que morir de frío o ahogado era una forma tan buena
como cualquier otra de abandonar este mundo. Mi barco desaparecía
en el horizonte y ya sólo podía ver la luz blanca de popa cuando
se encontraba en lo alto de una ola. Todavía cogí una bocanada de
aire y grité con todas mis fuerzas pero el barco ya había
desaparecido por completo. Miré hacia todas las direcciones y no vi
a nadie y entendí que moriría. En ese momento, una gran paz se apoderó
de mí, abandoné la posición fetal para estirar brazos y piernas y
mirar hacia las estrellas. Ahora reconocí varias constelaciones,
al oeste Orión, al norte la Osa Menor y más allá Cepheus en la
Vía Láctea, al este estaba Hércules y al sur Corvus señalando a Spica.
El mar me mecía como a un niño en la cuna y el viento me cantaba
una canción. Ya no tenía frío y mi cuerpo y mi espíritu estaban relajados.
Dentro de poco iba a formar parte del Océano.
Entretanto, Héctor se había despertado de su sueño y había subido
a la bañera del barco para el cambio de guardia. El viento
había subido por lo que el barco iba muy inestable ya que
el piloto electrónico tenía que trabajar demasiado. No vio a nadie
pero todavía no sabía lo que había pasado. Subió a la bañera y
se acordó del sueño que había tenido momentos antes. Un cazador
había descendido del cielo y le había dicho que siguiera
la estrella polar. Héctor miró la brújula y vio que el barco navegaba
de ceñida rumbo sur con un viento del SO a unos 6 nudos. De inmediato
soltó la escota de la mayor y cayó hacia un rumbo norte con el viento
por la aleta. Trimó las velas y, según me contó posteriormente,
el barco cabalgó por el mar como si fuera un pez volador orientado
por la estrella polar hasta que escuchó mis silbidos.
Mientras estaba en el agua observando las siete estrellas de Orión
noté un golpe en la espalda y vi que los delfines que nos habían estado
acompañando estaban nadando a mi alrededor. Volví a adoptar una posición
más activa y a lo lejos vi las dos luces de proa de un barco. Era Héctor
que venía en mi búsqueda. La calma interior que había sentido hasta
ese momento desapareció por completo. Al ver las luces de proa
de mi barco entré en pánico. Héctor iba muy rápido, no me vería,
no me oiría y pasaría de largo. Ahora sólo quería sobrevivir.
Grité y nadé. Me volví a acordar del silbato y silbé. Volvía a pensar
en la vida, en mi familia, en comer, en navegar e incluso en lo bien
que se estaba leyendo un libro frente a una chimenea encendida.
En ese momento, entendí el sentido de la vida al igual que antes
había comprendido el sentido de la muerte.
Fuente: La Taberna del Puerto